Desde avanzar en su Trilogía del macho, que inició con Poesía masculina y Un amor español, hasta editar obras de autoras destacadas como Alejandra Pizarnik, Luna Miguel vive inmersa en un universo de letras. Devora la saga de Blackwater mientras escribe y edita, y también se aventura en performances como La muerte de la lectora, donde leyó sin pausa durante cuarenta y ocho horas frente al público, una experiencia que la llevó a comprender los límites de su exposición. Después de catorce años desde nuestra primera entrevista, nos reencontramos con ella.
Tenías diecinueve años cuando te entrevistamos por primera vez y, catorce años después, volvemos a hacerlo. ¿Cómo ha evolucionado Luna desde entonces?
Me gustaría creer que la Luna de diecinueve años, con sus aspiraciones como lectora, como escritora y como amiga, se sentiría mínimamente orgullosa de algunas de las decisiones que he tomado a lo largo de estos años. Sé que le apenaría saber que perdimos a mamá, que no nos hablamos con papá, y que cada año su cuerpo gana alguna que otra enfermedad. Pero también le alegraría encontrarse con algunas de sus obsesiones e intuiciones hechas libro, con esa lista de amores y amigas que han conformado su educación sentimental y con ese hijo que ha criado y que este abril de 2024 ya cumple ocho años.
Tal vez la Luna de diecinueve años se sorprendería por algunos tatuajes, por el hecho de que algunas de sus poetas preferidas sean ahora las autoras a las que trabaja y edita, y por el goce de haberse convertido en algo que siempre soñó: lectora profesional.
Explicas que al independizarte pudiste leer y escribir como nunca. ¿Crees que a lxs escritorxs os falta tiempo y espacio?
Es curioso porque la entrevista en la que expliqué eso en El País tergiversó mis palabras a través de un montaje, no sé si interesado, pero sí torpe, de las mismas. Lo que decía es que, a pesar de haberme independizado a los diecinueve años, siempre había vivido acompañada: antes por mis padres o por mi abuela, después, fuera del nido materno, o por mis compañerxs de piso, o por mi exmarido. En lo que insistí en la entrevista es en que para mí, la verdadera independencia llegó a los treinta y con el divorcio, esto es, cuando pude alquilar mi cuarto-apartamento-propio.
Me di cuenta de que no conocía la soledad. Hasta entonces, mi soledad era la de la trabajadora-ama-de-casa-escritora-cuidadora-todo-a-la-vez. Después supe que para escribir necesitaba transitar ese espacio de no compartir una habitación, un techo, con absolutamente nadie, y menos con un hombre adulto. Necesité la soledad absoluta de la que hablaba Marguerite Duras. La diferencia es que ella vivía sola en una enorme casa de campo en el sur de Francia, y yo vivo con mi hijo en semanas alternas, en un viejo piso de alquiler en Barcelona.
Con todo, la soledad, el depender solo de mi propio trabajo me hizo leer y escribir como nunca lo había hecho, con otras responsabilidades, con otros sueños menos acomodados. A pesar de mi convencimiento de que la creación se hace en compañía —a través de conversaciones con amigas y amores—, también he descubierto que para saber acompañar y ser acompañada, hay que haber conocido la absoluta soledad. En esas sigo. Quizá sea solo una etapa y algún día cambie de idea.
Me encanta tu definición del lector como “artista de la mirada”. Se acostumbra a ver al lector como un receptor pasivo y se ha homogeneizado el acto de leer, dando por hecho que cada libro tiene una única interpretación y reacción. De ello hablas en tu obra Leer mata. ¿Crees que se romantiza demasiado el acto de leer, desvalorando el esfuerzo que hace el lector en cada lectura?
A veces vemos a los lectores como meras cifras de un mercado. Pero también nos empeñamos en decir que para leer solo hay que gozar. O que para leer hay que esforzarse muchísimo y dedicarle no sé cuántas horas al día y euros al mes. Yo creo que hay tantos tipos de lectoras y de lectores como de flores en el campo. No podemos culpar a los que solo leen una clase de literatura, a los que solo leen un par de libros al año, ni tampoco desconfiar de los que devoran una decena al mes, tachándolos de pretenciosos. La vida —la lectura— es más larga y más amplia que todo eso.
A raíz de esta obra, llevaste a cabo la performance La muerte de la lectora, en la que estuviste cuarenta y ocho horas consecutivas leyendo en público. ¿Cómo reaccionó tu cuerpo al agotamiento físico y mental que supone leer compulsivamente durante dos días?
Fue horrible. Ahora que va a cumplirse un año, he sido consciente de lo mucho que me afectó tal exposición. A nivel teórico, reforcé mis ideas a propósito de la lectura como acto social. Yo me había impuesto no hablar con nadie durante la performance, pero es que leer y leer solo me invitaba a compartir y a compartir. Necesité escribirme notitas con los asistentes. Necesité conversar con el público. Tuve pesadillas. Al tiempo me enteré de que una de mis acosadoras pasó los dos días allí en el público y eso me hizo cagarme de miedo. Esta performance me ayudó a entender los límites de mi exposición.
Has comentado en anteriores ocasiones que la figura de la poeta en España se percibe como un ornamento para recitar y hacer algo bonito, pero que no se os llama para dar opinión o participar en un debate sobre literatura, política u otros. Incluso que no se os incluye en el paraguas del término escritora. ¿Cómo convives con esta realidad?
Actualmente me preocupa difundir la obra de mis poetas favoritas de otro modo. Centrándome no solo en ‘lo bello’ de su escritura, es decir, no solo en las cuestiones estéticas de su obra, sino más bien en su discurso, en sus ideas y en el pensamiento que construyeron a través de este género tantas veces maltratado. Me interesan voces como las de Anne Carson, José Ángel Valente, Gertrude Stein u Octavio Paz, pues fueron —en el caso de Carson— intelectuales y referentes de sus épocas, con el título de poeta como bandera y sin que eso los desmerezca.
A pesar de mi convencimiento de que la creación se hace en compañía, también he descubierto que para saber acompañar y ser acompañada, hay que haber conocido la absoluta soledad.”
Las redes sociales son un arma de doble filo. Son un espacio en el que promocionarte y poder llegar a cualquier parte del mundo, pero muchas veces nos hacen caer en bucles negativos y frustraciones. ¿Cómo gestionas tu relación con ellas?
Uso las redes para investigar, para buscar y para conocer. Y también para dar a conocer lo que me gusta. He crecido con ellas. No conozco otra forma de estar en el mundo. A veces las odio. Pero en esta vida siento que de alguna u otra manera hay que transitarlas. Lo contrario sería… algo así como no salir a la calle.
Es en redes donde empezó Los libros de Luna, un espacio donde compartías noticias y reseñas, y que ahora se ha convertido en un club de lectura por suscripción. ¿De dónde surge la idea de crear este espacio? ¿Es una manera de combatir la precariedad laboral de la industria editorial?
Tengo un trabajo muy bueno a media jornada en una gran editorial, y eso es maravilloso. Pero también soy madre divorciada, estoy dada de alta en autónomos y vivo sola en una ciudad que es asquerosamente cara. A pesar de mi aparente fama o exposición, mis libros no venden casi nada. Es por eso por lo que necesito algo más de dinero para llegar a fin de mes. Gracias a ese club de lectura y sus suscriptoras, puedo pagar mis facturas e ir construyendo la biblioteca que fundamenta mi escritura y mis investigaciones. Estoy muy agradecida a las personas que me apoyan y que confían en mis talleres de escritura y mis clases sobre autoras clásicas o contemporáneas.
Siguiendo con tu obra, Coloquio de las perras reivindica las voces de autoras latinoamericanas que fueron escondidas y olvidadas. ¿Sientes que tienes una responsabilidad de aportar visibilidad a todas las mujeres que, aun siendo reconocidas y premiadas en su momento, han acabado invisibilizadas?
Creo que toda lectora y escritora siente responsabilidad de visibilizar, releer o reinterpretar lo que le gusta y le apasiona. Al menos en mi caso, ese gesto es fundamental.
Ternura y derrota es una autoficción que da respuesta a Numancia de Cervantes. ¿Qué supuso para ti escribir e interpretar a Ternura en las salas?
Otra manera de acercarme a la literatura y poner el cuerpo en la misma. Me gusta buscar nuevos retos y hacer locuras. Del mismo modo en que no repetiría La muerte de la lectora, tampoco me volvería a subir a un escenario a representar a Ternura. Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, que diría un tío al que admiro. O no. Quién sabe. Hasta que llegue una nueva propuesta o idea alocada que no sea capaz de rechazar y que me lleve por el camino de la amargura.
Como lectora, ¿qué tipo de lecturas y autorxs buscas? ¿Te cierras a algún género?
Lo busco todo. Ahora estoy metidísima en Blackwater. ¡Quién me lo iba a decir! Me siento como una lectora adolescente que se deja llevar por la moda del momento, y eso me gusta.
Por último, ¿en qué estás trabajando? ¿Veremos algo de Luna Miguel este 2024?
Trabajo en muchos proyectos a la vez porque, del mismo modo en que no puedo leer un solo libro a la vez, tampoco puedo escribir uno solo. Investigo la Historia de la Poesía, leo teoría literaria, vuelvo una y otra vez a Vladimir Nabokov, como editora preparo ediciones de libros de Alejandra Pizarnik, Alfonsina Storni y Vicente Aleixandre y corrijo novelas de amigas. Y luego escribo algunos poemas que en algún momento cerrarán la ‘trilogía del macho’ que empecé con Poesía masculina y Un amor español.
Luna_Miguel_2.jpg